jueves, 3 de junio de 2010

confesión

Eran cinco campanas las que tocaban esa noche calurosa desde la vieja catedral. El campanario era lo único que había quedado en pie después de la catástrofe, sin su torre y sobre el suelo, como una gran glorieta quebrada. Cientos de estrellitas como lámparas brillaban entre las ruinas cuando llegamos al lugar, llevados por el cantar de los badajos. Una extraña calma nos llenó el cuerpo al ver la luz que emanaba de las luces diminutas. No habían sido puestas ahí por algún humano, como las campanas tampoco tocaban por la mano de alguien. Ese lugar había dejado de ser un templo de oraciones hacía mucho tiempo ya. Ahora era un espacio para la irrupción de los arbustos. Muchos habían crecido entre las ruinas y las zarzas ofrecían su fruta más mora, generosas. Estuvimos toda la noche en el lugar; una noche que prometió su calidez hasta la salida del sol. Las luces bailaban lentamente haciendo coro a nuestra confesión, provocando una vibración que llenaba de luz nuestras voces, mientras la música del hierro se silenciaba paulatinamente hasta apagarse. El sol atravesó los arcos del campanario y un silencio fresco sustituyó a la noche, que fue la primera de las noches sin lágrimas.

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