Cuando ya no quedaba nada y no existía pobreza porque pobres éramos todos, dormíamos en camas comunes y copulábamos para perpetuar la extinción de una especie, sin pudor.
Bastardos, lamíamos la cal de las paredes buscando la sal del mar.
Desesperados, desenterrábamos tesoros en los patios de antaño, escarbando bajo la sequedad de la tierra en la que un día hubo naranjos, manzanos, ciruelos.
Y nuestros tesoros eran peinetas, boletos de bus, hebillas de zapatos, botones.
Felices, apostábamos con ellos riendo bajo el efecto etílico de un destilado de desechos, con las encías desnudas, satisfechos por tener, aún, el vicio.
En las noches había un silencio que nunca antes en la tierra se había sentido. Era el murmullo de la eternidad y sobre él, el andar de las cucarachas.
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